lunes, 10 de febrero de 2014

La República de Los Cocos: Jonás, el artista (1)



Jonás era un reconocido artista plástico de la República de los Cocos. Solía exponer con cierta frecuencia, aunque, a decir verdad, hacía mucho que su talento se vio apagado porque daba clases. Estar hundido en trámites, tratando de despertar jóvenes e idiotas mentes que, como él, veían en el arte una forma de subsistencia, terminaron por secar el talento del MAESTRO, que así era como le gustaba ser llamado por sus estudiantes y todo aquel que se dejara. 

La República de los Cocos, enclavada en un atolón del Pacífico Mexicano, estaba poco acostumbrada a recibir visitantes y saber lo que ocurría en el exterior. Y si esto era un asunto cotidiano y rancio en la política local, qué decir del arte y la cultura, hermanitas pateadas hasta el cansancio en todas las administraciones. 


Mientras el mundo se caía a pedazos, los habitantes de la República de los Cocos bebían cerveza, tomaban café y leían las noticias de sus gobernantes, acostumbrados también al cotilleo de provincia donde Señor, Señora y Señorita, son los motes más frecuentes junto al Licenciado, Ingeniero o Maestro, como el amigo Jonás, encantado de recibir pleitesía cotidiana a lo largo de su cuadra.

Y es que muy pocos en esta pequeña ciudad podían comprender el talento artístico. Por eso Jonás era admirado de pies a cabeza. Los habitantes de los Cocos -Coqueros, Cocaleños, o simplemente Cocos, tal como apunta el cronista del pueblo-, eran sosos, poco dados a tomar por buenas prácticas ajenas al trabajo manual. Jonás era uno de los herederos del talento de los pocos maestros del pueblo. El último de ellos pereció tras beber agua de sal al no tener dinero para comprar, por lo menos, una pieza de pan.

Tras este terrible deceso, Nepomuceno Rizo de Oro fue elevado a la categoría de mártir, de Artista Maestro, aunque en vida todos lo despreciaran por su afición al alcohol y a los insultos a diestra y siniestra. Quizá por ello Jonás era tan valorado, a pesar de que compartía con Rizo de Oro la capacidad de denostar a todos, con o sin razones fidedignas.

Pero un día, después de sobrevivir a un naufragio, un grupo de jóvenes llegó a la isla. A pesar de estar tan lejos de todo, su presencia no fue bien vista entre los cocaleños. Los muchachos tenían muy pocas habilidades para el trabajo manual. Sin embargo, demostraban una gran inquietud por la historia, las humanidades y las artes. Y sin desearlo, dejando de lado el trago amargo de los malos gestos, la grilla y otras lindezas propias de los cocaleños, se decidieron a montar un lugar en las afueras donde se exponían piezas históricas de la República de los Cocos.

Los lugareños, irritados por el atrevimiento de los extranjeros, pidieron audiencia con el monarca de la isla. Sin embargo, su petición se ahogó en un mar de papeles y peticiones administrativas. El Mal del Burócrata también era parte de las enfermedades de la isla. 

A los cocaleños no les quedó más opción que aceptar. Después de algunos meses, los extranjeros eran parte de la vida cotidiana de la República. Pero a alguien no estaba muy satisfecho con esto. Jonás veía alarmado cómo sus bonos bajaban poco a poco entre sus paisanos. Los aplausos y buenos comentarios antes referidos a su persona, ahora llevaban agua al molino de los fuereños. El Tayer, como se llamaba aquella humilde cueva donde ellos daban orden a la historia de la República, se convirtió en una referencia para todos. 

Los Cocos no tenían una historia propia. El cronista del pueblo, un tierno viejecito que apenas contaba con dinero para llevarse el pan a la boca, enumeraba en amplios artículos la memoria de las primeras familias que vivieron en el pueblo. Pero nada más. Pocos sabían que Los Cocos formaba parte de algo mucho más grande, que los límites del mundo eran distintos a los que solían aceptarse.

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