jueves, 18 de julio de 2013
Vecino
Hace ya un par de horas que el fantasma del vecino (estoy seguro que es él), está tratando de decirnos algo pero no sabemos qué es. Primero tiró el control de la televisión. Ahora acaba de mover las llaves de la puerta. ¿Qué querrá, me pregunto?
En vida era un hombretón que, según indican todas las evidencias (por ejemplo, los gritos de su entonces esposa, ahora viuda) era sumamente violento. Murió de forma repentina y solo supimos que un infarto fulminante (sí, de esos que se han cargado a varios deportistas) lo aniquiló.
El día de su muerte lo saludé con toda la normalidad que puede tener un lunes. Su forma de hablar era muy particular. Parecía masticar las palabras. Quizá era por su propia naturaleza, pensé la primera vez que lo vi, recién llegados a la avenida Paso de la Bóveda.
Ese día fue el mismo de siempre. Observaba el cielo desde el balcón de su casa. "Buenos días", le dije. "Buenos días", respondió seca y claramente, en contra de su propia naturaleza. Dijo esto y continuó escudriñando el cielo. Pero no solo veía al cielo: contaba el número de aves que se posaban en los cables de alta tensión, parecía entender su lenguaje. Ignoré que preparaba el campo para caer muerto unas horas después. Tal vez en la antesala de la muerte podamos comprender el habla de los animales, y se demuestra la pureza de nuestros instintos.
Pasó la mañana. Por la tarde saqué la basura; más tarde bajé al centro a comprar algunas cosas. Horas después, al regresar, la luz en su casa estaba apagada. Sólo alcancé a escuchar un lamento, hasta eso muy sordo. Era su esposa. Fue sólo uno. Su dolor pareció resumirse en un quejido llano, como cuando vemos perder a nuestro equipo de fútbol una victoria casi cantada.
Desconozco las dimensiones del departamento, pero de ahí salieron alrededor de 20 personas, y todas pedían en su rostro comprensión y sobre todo, la resignación de la ahora viuda, a la postre la panadera de la cuadra.
No supimos que pasó con su cadáver. Uno de los vecinos dijo, no sé cómo diablos se enteró, que al Vecino (a quien seguiré llamando así hasta el fin de mis días, puesto que nadie supo nunca cómo se llamaba), lo enterraron en su pueblo, un remoto lugar a diez horas de la ciudad, sumamente inaccesible en tiempo de secas, y ya ni se diga en tiempo de lluvias.
A pesar de todo, el Vecino tuvo el entierro que merecía, acompañado por la gente de su especie, en el hábitat donde vio la primera luz. Era una lástima, dijo el mismo vecino, que no haya podido regresar a su pueblo después de tantos años y del amplio cariño que sentía por los suyos, pero es que la mujer, la panadera, la viuda recién estrenada, era sumamente estricta (solo reproduzco lo que decía el vecino), y lo dejaba salir pocas veces, a menos que tuviera su autorización.
La imagen de madre de cinco hijas, esposa abnegada y entregada a la despiadada hechura diaria de cien piezas de pan (hay que decirlo, tenía un sabor terroso), recién estrenada viuda, se derrumbó con este rumor de vecino, aunque las cosas en realidad no cambiaron, ni cambiarían, me dije a mí mismo cuando mordí el pan humedecido por el café, tibio, como a mí me gusta desde muy chamaco.
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